Hay noticias que no solo se leen, se sienten. Cuando una vida joven se apaga, el impacto se extiende como una onda silenciosa: llega a las familias, a los amigos, a los compañeros, a los profesores… y también a quienes acompañamos desde la psicología y la educación.
Un dolor que se vuelve colectivo
La tragedia del suicidio no toca solo a una persona, sino a toda una red. Cuando conocemos una historia así, aparece una transferencia narrativa: como cuando ves una película y, sin darte cuenta, te conviertes en parte de su trama. Te duele, te hiere, te toca los cimientos más profundos.
Por un instante, somos la madre o el padre que han perdido; el compañero que mira la silla vacía; el profesor que no encuentra palabras; la hermana que no entiende; la pareja o el amigo que llegan tarde. El dolor se hace colectivo, y el silencio, insoportable.
Prevenir es hablar, pero sobre todo escuchar
Hablar del suicidio no lo provoca; callarlo sí lo perpetúa. Prevenir es hablar de lo que nos cuesta y de lo que no se ve, de esas señales que a veces confundimos con “etapas”. Porque no siempre se nota.
A veces la persona más brillante del grupo, la más sociable, la que todos admiran… también está agotada de sostener esa imagen perfecta. El perfeccionismo no es una virtud: es una cárcel invisible.
Cuando alguien deja de brillar, no es que haya dejado de ser quien era: es que el entorno ha dejado de reflejarle su valor. No basta con decir “pide ayuda”. Necesitamos escuchar la incomodidad, el cambio, el silencio, el cansancio.
La salud mental no se mide por las notas, ni por la sonrisa, ni por los viajes. Se mide por la capacidad de sentirnos vistos, incluso cuando no brillamos.
Educar la resiliencia: aprender a transitar la adversidad
Cuidar la infancia y la adolescencia no es blindarlos del dolor, sino enseñarles a transitarlo. Eso significa legitimar el conflicto, la frustración, el desacuerdo y el error como parte del desarrollo.
Permiso para no poder con todo: la dignidad no se gana por rendimiento.
Validar el cansancio: pedir ayuda es madurez, no derrota.
Entrenar la tolerancia a la frustración: fallar sin romperse.
Vínculo seguro: sentirse querido incluso cuando no se brilla.
Cuidar también a quienes cuidan
Cada historia deja huella en familias, escuelas y profesionales. Acompañar el sufrimiento puede generar trauma vicario. Por eso, la prevención también es red: supervisión, espacios de palabra, descanso y comunidad.